viernes, 18 de abril de 2008

Viernes sin estrellas



Viernes.
Camino tranquilamente, descendiendo por la loma desde la que se ven casi todas las luces de la ciudad.

No hay una pizca de viento. La noche está calma y deliciosa.
Se escuchan grillos y algunos sapos. Miro hacia arriba y aprecio la inmensidad del cielo negro; me absorbe. Más negro para mí que para los demás, porque sin los anteojos, veo muchas menos estrellas. Realmente muchas menos. Pero no importa.
Escucho mis pasos, sin eco esta vez. Casi arrastro los pies, con una parsimonia envidiable y hasta molesta. Llego al final de la cuadra, a mi izquierda, la desierta vía del tren, a mi derecha, la pequeña e intransitada calle que lleva hasta mi casa.
Doblo a la derecha, y continúo avanzando, no sé verdaderamente cómo, pues a veces parece que me deslizara.
Los árboles arrojan sombras livianas y etéreas sobre la calle. El asfalto es clarito, casi blanco, ideal para andar en patines o bicicleta.
Es uno de esos momentos en que me extraño a mí misma con siete años, feliz, despreocupada, jugando carreras contra el viento en mi bici amarilla.
Ahora las carreras las juego contra el tiempo, contra la rutina, contra todo lo gris y monótono que me aplasta cada día contra la pared.
Camino lento porque quiero retrasar al máximo el momento de la entrada.
Pero mis pies sin querer me llevan hasta la puerta.
Toco timbre, espero que me abran. Entro, prendo la pc, conecto el msn, abro el blog y comienzo a escribir.
Me lamento de no poder estar aún ahí afuera.

Las tareas pendientes caen sobre mí como piedras del granizo, y es entonces cuando recuerdo todo lo que no hice en la semana.
Y es una semana más que termina, en la cual me la pasé de aquí para allá, pero no estuve en ningún lado.
Siempre me afectaron los viernes.

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