viernes, 21 de marzo de 2008

¿Por qué amo... La lluvia?



Tengo vagas imágenes en mi mente de mí misma con muchos menos años, mejillas igual de rosas que siempre, con la carita pegada al vidrio mirando las gotas caer.
Pero seguramente las estoy inventando inconscientemente y nada de eso existió.
La cosa es que amo la lluvia. Me pone bien saber que va a llover.
En especial en verano, porque las primeras lloviznas pegan en el asfalto recalentado por el sol y se siente ese olorcito tan particular.
Y hasta en el aire se huele que algo se avecina.
Es raro de explicar, como un presentimiento, una suerte de pacto entre las nubes y yo.
El cielo va cambiando de color y adopta tonalidades de azules grisáceos tan profundos que te dan ganas de sumergirte en ellos como si fueran un mullido colchón esperando que saltes en él.
¡Y el ruido que hace golpeando los techos! ¡Y la manera en que las gotitas quedan pegadas a mi ventana! Suena infantil, y probablemente lo sea, pero me maravilla, y hasta me cambia el ánimo cuando el cielo llora.
La lluvia tiene una mística alrededor, que no sé de dónde sale, porque nadie me la inculcó, simplemente me atrapa y me fascina como el encantador a su serpiente.
¿Será quizás porque tiene fama de purificadora? ¿Será que representa los deseos que tiene uno a veces de lavar sus heridas y dar un empujoncito a las cosas que queremos borrar de nuestro presente?
¿O será simplemente porque supone un acontecimiento singular que interrumpe tu día sin poder hacer nada? Porque nadie puede controlarla, contenerla, atrasarla, impedirle que caiga.
Es ella y sus ganas de existir.
Aunque ella no sabe que existe.
O quizás sí.
Hay que prestar atención a sus susurros.

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